Datos
| Nombre | Abigail |
| Apellido | Baker |
| Edad | 18 años |
| Cumpleaños | 20 de Febrero |
| Género | Mujer |
| Nacionalidad | Estadounidense |
| Ocupación | Estudiante |
| Altura | 168 cm |
| Peso | 58 kg |
Historia
Abigail Baker nunca fue la chica que imaginó la alta sociedad de Rockfield cuando su apellido empezó a sonar en el club de campo. Hija adoptiva de Samantha y Rebecca Baker —las reinas de la lencería fina y de las fiestas de gala en la mansión de la colina—, creció entre algodones, órdenes estrictas y vitrinas llenas de copas que jamás se debían tocar. Las Baker la criaron para ser perfecta: notas brillantes, modales exquisitos, la imagen de la hija ejemplar que toda madre querría mostrar en el perfil familiar de una revista de sociedad.
Pero debajo de ese barniz de perfección, Abigail era una bomba de relojería. Siempre fue introvertida, más cómoda en los márgenes que en el centro de atención. Leía compulsivamente, prefería perderse en un rincón con su diario antes que mezclarse en los grupos del recreo. Tenía la manía de compararlo todo: palabras, gestos, notas, cuerpos. Medía el mundo a través de la lógica y la lista, buscando patrones que le dieran seguridad en un universo que sentía siempre demasiado ruidoso.
Durante la adolescencia, los acercamientos románticos fueron incómodos y torpes. Los chicos la buscaban, pero ella huía: se ponía roja, tartamudeaba, bajaba la mirada y escapaba. Con las chicas, la historia era distinta, pero tampoco más satisfactoria. Nunca encontraba esa chispa capaz de prenderle el cuerpo, y se preguntaba en secreto si estaba rota. Hasta que llegó Lucy: una amiga, medio novia, medio brújula sexual, que le abrió las puertas de un mundo donde la lógica ya no servía y la curiosidad reinaba.
Lucy le habló por primera vez de las futanaris. “Una chica con polla. No un arnés, ni un plástico. Carne y sangre, caliente, viva.” Abigail tardó en asimilarlo, pero una vez la imagen se coló en su cabeza, ya no pudo quitársela de encima. Empezó a buscar, primero por curiosidad, luego por necesidad. Descubrió foros, webs, relatos, vídeos… BBCFuta.com se convirtió en su religión nocturna. Veía vídeos de chicas futa follando con otras chicas, y ahí, por fin, su cuerpo respondía. En esas noches en que se masturbaba hasta quedarse temblando, comprendió que toda su vida había buscado algo que ni siquiera sabía poner en palabras.
La mudanza a Rockfield —el “pueblo de las futas”, como empezó a llamarlo en sus listas privadas— fue el inicio de una nueva vida. La universidad era un paraíso: chicas de todos los países, todos los cuerpos, todas las pollas. Al principio, Abigail intentó mantener el perfil bajo, estudiar, cumplir, no llamar la atención. Pero cuanto más veía, más ardía por dentro. Pronto hizo de su misión acostarse con todas las futanaris que pudiera. Empezó la lista: nombre, medidas, detalles, posiciones, sabores, todo puntillosamente anotado en su diario secreto. Comparaba, clasificaba, puntuaba. Cada polvo era una experiencia nueva y un reto personal.
Para Abigail, el sexo nunca fue solo placer. Era exploración, reto, análisis y desenfreno. Se obsesionó con probarlo todo: la futa más pequeña, la más gorda, la legendaria que decían podía empotrarte de pie contra la ventana del dormitorio. Disfrutaba siendo juguete, siendo usada, atada, rellenada, puesta a prueba entre varias futas, con la fantasía recurrente de ser la “muñeca” del campus a la que todas quieren follarse al menos una vez. Le excitaba ver hasta dónde podía aguantar, hasta qué punto podía rendirse, suplicar, dejarse llenar por litros y litros de corrida.
A pesar de su imagen de estudiante aplicada y responsable, en la cama sacaba un lado salvaje, sucio y entregado. No le importaba acabar empapada, marcada, con la garganta destrozada o el vientre hinchado. Todo era material para su diario, para comparar con la siguiente. Disfrutaba más que nadie del sexo en lugares públicos: baños de la biblioteca, vestuarios, fiestas privadas en habitaciones ajenas, el riesgo de ser descubierta le sumaba morbo a cada experiencia.
Abigail se volvió una coleccionista de lencería sexy, ligueros y braguitas de todos los colores, que usaba como cebo para atraer a las futas del campus. Su memoria era prodigiosa: recordaba con precisión milimétrica la forma, el olor, el tacto y el sabor de cada polla que había probado, y podía recitarte los rankings de las mejores corridas, las que más le llenaron la boca o el coño, las que más la hicieron gritar de placer.
En su círculo más íntimo, Abigail no ocultaba su obsesión: buscaba complicidad en otras chicas cis, a las que animaba a probar y comparar, a perder el miedo y sumarse a la aventura. Era habitual verla en la cafetería con un brownie recién horneado —su otro talento secreto— y el móvil en la mano, actualizando su lista de “polvos legendarios” después de cada noche movida.
Detrás de esa voracidad sexual, Abigail seguía siendo la empollona que quería hacerlo todo bien. Jamás descuidaba los estudios, ni dejaba de cumplir con sus madres. Pero para ella, el sexo era el único espacio donde podía ser imperfecta, perder el control, dejarse llevar y perderse de verdad.
A veces, entre polvo y polvo, escribía relatos sobre sus fantasías más salvajes, ilustraba cuerpos y pollas con el detalle de un anatomista, o simplemente se quedaba mirando el techo, pensando en cuál sería la próxima futa en caer. Le fascinaban los cuerpos grandes, los desafíos físicos, el placer extremo y la sensación de ser dominada, pero en el fondo, lo que más la llenaba era esa mezcla de vulnerabilidad y poder: poder elegir con quién, cómo y hasta cuándo; poder decidir hasta qué punto dejarse romper y, sobre todo, ser siempre la que lo recuerda y lo cuenta mejor.
Para la mayoría, Abigail Baker era la chica estudiosa, la hija modelo, la futura heredera de un emporio de lencería. Pero solo quienes cruzaban la puerta de su dormitorio —y le rompían los límites— descubrían a la verdadera Abigail: una devoradora de experiencias, una obsesa de las listas, una coleccionista de pollas y un cerebro inquieto dispuesto a llevar la lujuria tan lejos como dieran el cuerpo y la imaginación.